El gran predicador sabe lo que tiene que decir. No da puntada sin hilos. Atisba, como un punto en el horizonte, su objetivo y pone rumbo a él con determinación.
El gran
predicador sabe que lo están mirando, que las gentes lo observan, gentes
deseosas de abrir la boca con admiración y aplaudir a rabiar cualquier
intervención que les sorprenda, por más disparatada que sea. Y el aplauso de la
gente, del público, del pueblo, es su alimento.
Así que
el gran predicador vomita con trabajada verborrea una sarta de mentiras
deslumbrantes y de cortinas de humo en forma de agradables frases vacuas. A
cada cual lo que quiera oír, para que no se pare demasiado a pensar por qué
tiene lo que tiene.
¿Y dónde
queda, a todo esto, la verdad? Encerrada en un cajón, sin importarle a nadie,
olvidada por todos y despreciada por los que aún creen en su existencia.