Es uno de esos
pequeños placeres de coleccionista. Me da vergüenza confesarlo, pues, a lo
largo de los años, se ha convertido en una especie de satisfacción privada,
casi prohibida, casi una perversión. No obstante, y que quede entre nosotros,
allá va:
Colecciono
nombres.
No nombres
cualesquiera, faltaría más. Colecciono, desde mi más tierna infancia, desde que
tengo memoria y destreza para escribir, los nombres de aquellas personas con
las que entablo conocimiento. De momento, puedo decir que he conocido a varias
decenas de miles, y sus nombres, y sus apellidos si he llegado a conocerlos,
han quedado para la posteridad anotados en mis registros.
Y no es que
anote los nombres, así sin más, sin ton ni son. Los agrupo por categorías y los
presento a través de diversos, grupos, conjuntos y diagramas, en función de
variables tales como, edad, sexo, año de inicio de nuestra relación, su
entorno, causas y consecuencias, etc.
No
es que presuma de ello, aunque, qué narices, podría hacerlo perfectamente. Se
trata de un trabajo ingente, metódico y exhaustivo. Tengo, además, una extraña
sensación. Cada vez que anoto un nombre, cada vez que lo releo, se me ocurre
pensar que algo de esa persona se queda conmigo, que una parte de su identidad
le ha sido arrebatada y que ahora me pertenece.
Eso
me hace poderoso, y me hace rico, porque poseo un tesoro, guardado en una
libreta llena de diagramas.