El fin del mundo está lejos. Pocas cosas hay, desde luego, que estén más lejanas que el fin del mundo. El mundo se acaba en un enorme abismo al que caen los océanos en forma de lo que uno imagina como cascadas inmensas, bellas pero aterradoras como todo lo que escapa a su control.
En el abismo que se abre en el fin del mundo habitan seres terroríficos, dragones y monstruos marinos, calamares capaces de arrancar una montaña del suelo con solo un tentáculo, engendros que el ser humano únicamente recuerda en sus leyendas, en sus mitos, o en sus pesadillas.
Llegar al fin del mundo, al fin de la tierra, no es fácil. Para algunos eso es razón más que suficiente para ni siquiera intentarlo; para otros, en cambio, es un aliciente.
¿Y qué hace uno cuando llega al fin del mundo? La respuesta, en primera instancia, es clara: asomarse al abismo. Pero, ¿y después?
Después uno tiene dos opciones. O vuelve a casa, o se arroja al abismo. La primera supone que el camino recorrido es razón suficiente como para justificar la vuelta, que la peregrinación, la historia, es circular; la segunda, por el contrario, completa el camino en una sola dirección, de modo que tanto la peregrinación como la historia son lineales.
Ambas son posibles; ambas son loables; ambas son respetables. Cuando uno llega al fin del mundo cualquier decisión que tome parece, en principio, acertada.