Estaba muerto. Llevaba días muerto. Certificado y comprobado. El cadáver debía de haber sido ya enterrado. Ahora comenzaba a oler mal. A podrido.
Había decidido que aquella era la noche. No podía esperar más. Si quería revivirlo, tenía que ser cuanto antes.
Ya tenía los ingredientes, y las palabras para el conjuro. Encendió las velas, hizo los movimientos rituales y esparció sobre el cadáver la poción que acababa de preparar. Mientras lo hacía, recitaba aquellas palabras, una y otra vez.
De repente, el cadáver abrió los ojos. Pudo notar que su pecho se inflaba al inspirar la primera bocanada de aire de una nueva vida. Se incorporó. Levantó un brazo y se tocó la cara. Parecía sorprendido, extraño al verse con vida.
Aún estaba terminando el conjuro, iba a decirlo por última vez, cuando el cadáver que ya no era cadáver alargó el brazo y le agarró el cuello. Apretaba con tal fuerza que estaba consiguiendo ahogarlo. Apenas pudo, sin apenas aire, concluir aquellas palabras.
El cadáver entonces se puso en pie, lo levantó en vilo y, sin soltarle el cuello, lo lanzó contra la pared. Lo primero que le vino a la mente, mientras se reponía del golpe y de un horrible dolor en el costado, era que tal vez se había precipitado al traerlo de nuevo a la vida.