Y cayó al suelo. Cayó como si el golpe lo hubiera cogido por sorpresa, como si la fuerza del oponente fuera sobrehumana, como si ya se hubiera rendido.
Notó el sabor seco y áspero de la tierra en su boca.
Y allí quedó, bocabajo, incapaz de alzar la mirada. Sometido y humillado ante su propia debilidad. Lo dejaron solo, entre risas y burlas, un muñeco abandonado al que nadie quiere, un pelele inofensivo.
Y, sin embargo, en su mente había surgido una chispa, la chispa del odio. Cuando alzó la vista, ya no quedaba nadie a su alrededor. Se levantó y decidió que, a partir de aquel entonces, andaría con la frente bien alta. Y su venganza, y de eso estaba seguro, su venganza sería terrible.