Nunca se había sentido tan poderoso. Nunca lo había sido, de hecho. En aquellos momentos, sin embargo, una serie de acontecimientos azarosos, una increíble sucesión de circunstancias anormales y tremendamente favorables, lo habían colocado en la cima más alta, donde solo habitan los dioses, aquellos que pueden elegir si otorgan la vida o la muerte.
Ante sí tenía las tres solicitudes. Él era encargado de firmarlas como absolución, como cadena perpetua o como pena de muerte. La vida de tres personas dependía de cómo su hubiera levantado aquella mañana. Y no se había levantado muy bien. Había dormido poco, a ratos y de forma ligera, había cogido algo de frío y todavía tenía un ligero dolor en la garganta que, con todo, esperaba que no se le agravara.
Miró los nombres. Tres desconocidos. Intentó pensar qué harían ellos en su lugar. Imposible discernirlo. Probablemente lo condenarían al cadalso, como iba a hacer él con ellos.
Imaginó que, más pronto o más tarde, los actos que estaba llevando a cabo tendrían su castigo. Probablemente acabaría ejecutado de la misma manera que él estaba ejecutando. Otro, en el lugar en el que él se encontraba entonces, firmaría su sentencia de muerte.
Sintió sobre sí el peso de la historia. Quien a hierro mata, a hierro muere.
Mientras firmaba las solicitudes, un escalofrío le recorría la espina dorsal...