El tipo no era de fiar, y se veía a la legua. Cuarenta kilos de más en un traje demasiado estrecho que, con el bochorno reinante, le hacían sudar como un cerdo. Continua pero inútilmente trataba de remediar la transpiración con un pañuelo de tela que se pasaba por la frente amplia y despoblada, y por la papada y la nuca.
Fumaba puros sin parar y, cuando vio que podía lograr su objetivo, mostró una sonrisa torcida de dientes amarillos.
- ¿Hacemos negocios, entonces?
Le contesté que sí, a la fuerza ahorcaban. Le ofrecí la mano para sellar el trato y apreté un montón de dedos gruesos y grasientos como embutido.
Al final me dio una palmadita en la espalda, y todo. Podría haberme dado una puñalada, perfectamente. Probablemente, de hecho, estaba preparando el terreno, buscando el punto más adecuado de mi anatomía.