- Ven -me dijo en cuanto atravesé el umbral de su puerta-. - Te voy a enseñar algo que te va a dejar flipado.
Pensé que me iba a llevar a llevar a su habitación, a esa en la que tantas horas habíamos pasado de adolescentes, jugando, conversando, arreglando el mundo. Por un momento imaginé que, como tantas otras veces, me iba a enseñar sus nuevas zapatillas, o su nuevo registro en el juego de moda.
Curiosamente, comenzó a descender escaleras, no a subirlas, en dirección al sótano.
- ¿A dónde me llevas?
Por toda respuesta se llevó el índice a los labios. Yo callé, obediente.
Allí olía raro. Como a abandono, o a basura sin recoger. Tuve que pellizcarme la nariz para sofocar la primera hedionda bocanada, y necesité unos segundos para que mis ojos se acostumbraran a la penumbra.
Cuando vi lo que había allí abajo, me quedé helado.
Una persona en un estado lamentable, sucia, desnutrida y postrada, yacía tirada en el interior de un objeto de metal difícilmente calificable como algo distinto de una jaula.