"La fe lo puede todo. Sólo necesito de ella para salvarme", pensaba el reo mientras colocaban la gruesa soga de esparto alrededor de su cuello. Los ojos del verdugo parecían reflejar compasión a través de los escuetos agujeros de su capucha negra. Las multitud gritaba enfervorecida, deseosa de ser testigo de una justicia que no comprendían aplicada sobre un sujeto del que, tal vez, ni siquiera supieran el nombre. Los jueces, con el rostro grave al que obligaba su profesión, esperaban sobre el estrado la consecución de su sentencia.
La fe lo podía todo, de modo que el reo tuvo fe. Deseo su salvación con todas sus fuerzas, la llegada del milagro, al perdón in extremis, la repentina aparición de un Deus ex machina inesperado que le sacara de aquel trance, un huracán, un rayo, un ángel salvador. Lo deseaba con tantas fuerzas que sus ojos se cerraron al exterior, sus oídos se taparon al griterío y su mente se concentró hasta tal punto en su petición que apenas percibió, ni ella ni el reo al que daba vida, como la plataforma se abría, y la cuerda se tensaba, y el aire dejaba de pasar, venas hinchadas, rostro morado, balanceo inerte.
Cuando lo descolgaron su gesto era aún pensativo, parecía escrutar entre las sombras un amago de esperanza, y su ceño se fruncía como si llamara, en un último intento desesperado, a los poderes sobrenaturales.