Comenzó construyendo castillos de naipes. Era divertido construirlos, pero eran, al mismo tiempo, efímeros, y cualquier leve movimiento, o cualquier soplo de aire, los derrumbaba inexorablemente.
Luego probó a construir castillos en el aire. Eran bellos, impresionantes allá, sobre las nubes, pero eran también irreales, y se desvanecían en una neblina ambigua y difusa.
También realizó castillos de arena, poblados de almenas y torres, de puestos de vigilancia y fosos que los protegían de todo menos de las inclementes olas del mar que, más tarde o más temprano, los cubrían y los reducían a cenizas.
Entonces decidió que nunca más. Que construiría un castillo enorme, en la cima de un cerro inexpugnable, con la piedra más dura, los torres más elevadas y el foso más profundo que se hubiera podido imaginar. Allí estaría en verdad seguro.
Eso pensó. Y cierto es que aquel castilló destacó en el horizonte durante años. Pero el tiempo pasó y la inmensa construcción terminó por ser un castillo en ruinas, no mucho mayor que los castillos de naipes, ni mucho más bello que los castillos en el aire, ni mucho más poderoso que un simple castillo de arena.