Lo peor de que te entierren vivo es la asfixia. Y la claustrofobia. Tumbado boca arriba, con paredes acolchadas varios centímetros a tu izquierda y a tu derecha, una oscuridad total y un techo tan bajo que ni tan siquiera te permite levantar el brazo.
Cuando pasan varias horas y sigues respirando, sin embargo, empiezas a pensar que hay una fuga de aire. Entonces la claustrofobia y el miedo comienzan a extinguirse y oyes voces, las voces de otros enterrados vivos en tu proximidad. Y hablas con ellos porque no hay nada mejor que hacer.
Y dicen cosas interesantes. Te cuentan sus historias, sus alegrías, sus angustias. Supongo que cuando uno ha sido enterrado vivo tiene más tiempo para pensar, y por supuesto tiene cosas que decir.
Tratas entonces de aprender de los demás, aunque sepas que no te queda demasiado para morir de hambre. Estar enterrado vivo debe ser tan humillante que te muestras humilde, y reniegas del mundo de los vivos, ese que te ha expulsado de su seno antes de tiempo.
Cuando pasan varias semanas y sigues ahí, empiezas a pensar que quizá no estes vivo. Que nunca lo estuviste. Los que están a tu alrededor cuentan historias de siglos pasados, y algunos empiezan a comprender los mecanismos de la vida y la muerte, y hay quien predice con asombrosa precisión el mundo futuro.
Y llega un día en el que lo ves claro, te acomodas en tu ataúd y te preparas para hablar, y hablar, y pensar, y pensar, durante toda la eternidad...