viernes, 22 de julio de 2011

La paradoja del prisionero

Cuentan que el prisionero llevaba años encerrado en la misma celda. Allí pasaba los días y las noches sin compañía alguna, salvo la de un guardián que le llevaba de tanto en tanto algo de comer y con el que jamás había cruzado una palabra. La celda era húmeda, gris y desapacible. En uno de sus muros había una pequeña ventana que daba al exterior y a través de la cual el prisionero podía, durante un par de horas al día, recibir los rayos del sol.
El prisionero, por otra parte, poseía una lima. Una vieja lima, oxidada y desgastada. Nadie sabía de su existencia, desde luego, como tampoco nadie sabía cómo había llegado a manos del prisionero, pues este no hablaba con nadie. Todos los días, cuando el guardián no pasaba, el prisionero frotaba los barrotes de la ventana con la lima mientras murmuraba quejas y llantos, maldiciendo su suerte y la vida que le había tocado vivir. Aquella lima, no obstante, difícilmente hacía mella en los sólidos barrotes del ventanuco cuya estrechez, por cierto, apenas permitiría al prisionero atravesarla.
Un día cualquiera, y sin razón aparente, la puerta de la celda se abrió. El prisionero oyó un chasquido y cuando levantó la vista de su duro trabajo de limado comprobó que no se encontraba encerrado. Un fallo eléctrico, un motín, una broma cruel, cualquiera podía ser el motivo. Asomó la cabeza a través de la puerta y miró a un lado y a otro. El guardián no aparecía por ninguna parte. El prisionero inclinó aún más el cuerpo, sin llegar a poner los pies en el pasillo que llevaba a la salida. La garita de los guardias estaba desierta. El prisionero se preocupó un poco, solo hasta que llegó a la conclusión de que no era su problema, de que a él le daba igual.
Entonces volvió a cerrar la puerta de la celda, regresó a su ventanuco y siguió limando los barrotes mientras se lamentaba entre murmullos de lo triste que era su vida, de su malhadada suerte y de su incierto futuro.