lunes, 29 de agosto de 2011

El dilema del francotirador

"Sitúate en la buhardilla, mantén tu arma apuntando a la entrada del edificio de enfrente, y dispara solo cuando veas salir de ella a un oficial. No necesitamos muertos de segunda fila. Dispara únicamente a los oficiales".
Las órdenes habían sido claras. Y él, por supuesto, cumplía las órdenes. Solo de esa forma había podido lograr la buena reputación entre los altos mandos, la admiración entre sus compañeros. Con eso y con una habilidad casi sobrehumana para dar en el blanco desde las más largas distancias.
Había subido a la buhardilla, sigiloso como una sombra, y se había apostado manteniendo la mente alerta y el fusil preparado. Hacía de aquello más de tres días, y una sensación extraña comenzaba a embargarle. Apenas había dormido, apenas había comido, sus provisiones estaban prácticamente agotadas, como sus sentidos, cada vez más reacios a mantener el nivel de atención requerido. Por aquella entrada solo habían cruzado soldados rasos, inútiles jovenzuelos reservados para las guardias más insignificantes. Morralla sin valor alguno.
Órdenes eran órdenes, sin embargo, y el francotirador seguía con la mira preparada, culpabilizándose de las cabezadas dadas durante la noche de forma involuntaria, del dolor que le punzaba la espalda inmóvil durante tan largo tiempo, de tres días sin haber provocado una sola baja en el enemigo y sin haber recibido comunicación alguna de su propio bando.
Suspiró y miró al cielo, de color ceniza y polvo como el suelo allá abajo, como el edificio frente a él. Observó las ventanas, cerradas a cal y canto, las balconadas picadas de balas y metralla, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Al otro lado de la calle, en la buhardilla del edificio que se había convertido en su objetivo y su obsesión, otro francotirador asomaba el fusil entre los postigos y le apuntaba directamente a él.
Los pensamientos comenzaron a emitir destellos como relámpagos en su cabeza. Pensó que le habían descubierto, que le habían tendido una trampa, que su propio ejército había pretendido deshacerse de él; pensó en el francotirador contrario, y le compadeció si es que había pasado, como él, tres días apuntándole y esperando algún movimiento; supuso que lo mejor sería permanecer inmóvil, fingir que no había reconocido su particular espada de Damocles pendiendo al otro lado de la calle. Pero la situación había llegado a un punto de no retorno en el que se hacía imposible no lanzar, cada poco tiempo, ojeadas subrepticias al cañón del arma que apuntaba impasible desde el otro lado.
En ese momento surgió del portal no un oficial cualquiera, sino todo un general con su porte altanero y su uniforme repleto de galones. El francotirador puso el dedo en el gatillo, apuntó, pensó en el tipo que le apuntaba desde la buhardilla de enfrente, le miró de reojo, volvió a apuntar al general, volvió a mirar al francotirador enemigo, y cuando decidió que aquel general debía ser, contra viento y marea, eliminado por obra y gracia de su puntería y determinación, que aquella era precisamente la razón de su larga espera, comprendió que era demasiado tarde. Una bala, procedente del otro lado de la calle, se dirigía directamente a su cabeza.