Le echó un vistazo a su jardín y determinó que era demasiado grande para permanecer como espacio diáfano, ese bucólico latifundio de césped salpicado de pequeñas plantas por aquí y por allá. Debía de encontrarse especialmente inspirado aquella mañana, porque decidió que cavaría un agujero, el mayor agujero que jamás se hubiera cavado, tal vez encontraría un tesoro, o petróleo, o una ciudad subterránea o, en el último de los casos, alcanzaría el centro de la tierra y podría comprobar si era tan cálido como dicen.
También debía de encontrarse especialmente activo y cargado de energía, porque puso manos a la obra inmediatamente. Y cavó, y cavó, y siguió cavando, lo hizo por el día y por la noche, en verano y en invierno. Sacaba paletadas de tierra y las arrojaba en un rincón del jardín. Cavó tanto y tanto que el agujero comenzó a adquirir dimensiones considerables y sus paredes comenzaron a ceder.
Cada vez que se echaba a dormir encontraba, en el fondo del agujero, montones de tierra desplazada de las paredes laterales, lo que dificultaba su trabajo y le irritaba considerablemente. Decidió, por último, dejar de dormir, aunque aquello, por desgracia, no solucionó el asunto de la tierra, ni el del lodo que se formaba cada vez que llovía.
De modo que siguió cavando y cavando hasta que, un buen día, desistió de su agujero, de su tesoro, de las ciudades subterráneas y del centro de la tierra. No hay nada que hacer cuando los hados, y los elementos, son esquivos.
Al salir del agujero, observó sorprendido que en un rincón de su jardín, aquel en el que había ido arrojando la tierra, se había formado una montaña gigantesca, enorme, descomunal, tan alta que no se atisbaba su cima. En el barrio se contaban leyendas sobre viajeros que habían intentado alcanzarla y habían desaparecido; otros aseguraban que el pico tocaba el cielo y hacía cosquillas a los dioses...