El mar, en ocasiones, transmite paz. El vaivén de las olas, siempre las mismas y siempre distintas, puede sumir una mente perceptiva en hondos estados de reflexión. Cuando ello sucede, el susurro del mar se convierte en un mantra que surge de lo más íntimo del espíritu, el mismo espíritu que habita en las profundidades y en el interior de cada ser, el único espíritu, el latido de la Tierra.
Entonces uno puede sentirse el único ser vivo. Es el único, porque todo es uno. El fin del mundo debe de ser eso, un mar en calma con olas de espuma que chapotean suavemente al depositarse sobre la orilla. Tal vez una medusa se deje llevar, flotando indecisa, mecida por las corrientes. Tal vez los corales saluden agitando sus extremidades al son de las mareas.
A veces apetece devolverles el saludo a los corales asomados en sus arrecifes. Ellos son sabios, llevan eras desarrollándose sobre los cadáveres de sus antepasados. Tal vez ellos hayan recibido noticias de la inmensidad del mar, de esa angustiosa y oscura inmensidad, de las desconocidas profundidades y de horribles seres que allí habitan, de corrientes capaces de arrastrar todo lo que encuentran a su paso, de tempestades furiosas e indomables. Porque el espíritu también puede ser terrible, y uno debe pensar, cuando saluda a los corales, que se está saludando a sí mismo, que todo es uno, y que las más terribles tempestades, los abominables seres de las profundidades, los abismos infernales son, en realidad, la parte de nosotros mismos a la que no miramos, la cara oculta del espíritu. Porque nosotros también vivimos sobre los cadáveres de miles de generaciones anteriores a la nuestra y, sin embargo, no hemos sido capaces de encontrar la sabiduría.