viernes, 4 de mayo de 2018

Memoria de pez

     "He tenido tantas buenas ideas a lo largo de mi vida", me dijo una vez un amigo, "que no puedo evitar cierto desasosiego al pensar que, en realidad, las he desperdiciado todas".
     Al oír aquello, traté de consolarlo argumentando que no había por qué sufrir de forma innecesaria, que tampoco sería para tanto. Supuse que él iba a pensar que me refería a que no todas habían sido un desperdicio, faltaría más. Yo, en mi fuero interno, me regocijaba con la idea de insinuar de forma sutil que, probablemente, tampoco había tenido tantas buenas ideas.
     En cualquier caso, mi amigo comenzó a soltarme un discurso sobre la memoria, sobre la mala memoria, aquella que le empujaba a olvidar aquello que su mente había creado y, en definitiva, a no darle uso, a convertir en inútil cada una de sus ideas.
     Se trataba de un discurso bien estructurado, un auténtico alarde retórico destinado a justificar su estulticia. Di por sentado que no improvisaba en absoluto, que ya había pensado antes sobre ello, aunque, y siguiendo su propia teoría, era más que posible que no lo recordara.
     Le dije que sí, que a todos, en cierta medida, nos pasaba lo mismo. Le di un par de consejos, un par de reglas mnemotécnicas y lo invité a variar ciertas actitudes, lo cual, en mi opinión, le sería de gran ayuda.
     Se despidió de mí agradecido y cargado de propósitos de enmienda. Yo, por mi parte, me retiré a mis aposentos convencido de la inutilidad de la conversación que acabábamos de tener. Sabía que mis consejos caerían en saco roto, y que el cambio de actitud era una utopía.
     Sabía, además, que él sabía que así sería. Lo mismo daba, de todos modos. Tanto él como yo sabíamos que los dos olvidaríamos pronto todo lo que nos habíamos dicho y, si hacía falta, volveríamos a repetirlo, como si fuera la primera vez, en nuestro siguiente encuentro.