domingo, 8 de abril de 2018

La isla

     Llegaron a la isla escasos de tiempo y de recursos, famélicos e inermes, pero supieron hacerse fuertes a su abrigo y convertir aquel páramo en un paraíso, aquella tierra baldía en un territorio próspero, aquel lugar abandonado en una fortaleza tan deseada como inexpugnable.
     Pasaron generaciones de autarquía y desconexión, convencidos de que no había nada fuera que pudiera satisfacerlos más que aquello que habían creado con sus propias manos.
     Ahora aquellos que arribaron como aventureros yacen bajo la misma tierra que conquistaron con esfuerzo, y sus descendientes sobreviven del orgullo heredado y de la responsabilidad de cuidar aquello que les legaron.
     La población mengua, y los restos de aquel puñado de aventureros han quedado reducidos a dos: un padre y su hijo.
     El padre cree que morirá allí, como lo hizo a su vez su padre, y el padre de su padre, y el padre de éste, y así sucesivamente hasta el inicio de la vida en la isla. Sabe cuál es su misión en la vida.
     El hijo le dice al padre que quiere salir, que abandona, que no tiene por qué cumplir una misión que él no ha elegido, sino que le ha sido impuesta.
     El padre lo comprende. Sabe que el mundo, ahí afuera, llama a su hijo con cantos de sirena, que el exterior es tan enorme como insuficiente la superficie de la isla.
     Ambos, padre e hijo, saben que la isla no morirá con ellos, que más bien volverá al vacío del que salió por azares del destino. Saben que es ese destino, precisamente, el que les condena.
     Ambos se preguntan, de tanto en cuanto, qué es mejor, si la muerte o el olvido.