lunes, 18 de junio de 2018

Se ve pero no se toca

     Siempre se lo habían dicho. "Se ve pero no se toca".  Tenía, pues, la costumbre de no tocar lo que no era suyo. Pronto empezó a preguntarse qué era eso de "suyo". El concepto de la propiedad comenzó a inquietarle hasta alcanzar niveles patológicos. Sobre todo porque, según la regla asumida desde la infancia, no debía tocar lo que era propiedad de otro.
     Podía haber superado las implicaciones de la regla; podía, de hecho, haber supuesto que todo era suyo, que todo era de todos, si cabe, y haber comenzado a manosear cualquier cosa que se cruzara en su camino; sin embargo, tomó la decisión más conservadora, la más discreta, aunque quizá no la más acertada: en sentido estricto, nada era suyo. Lo que no tenía propiedad común carecía de propiedad alguna, y lo obtenido por compra o contrato estaba supeditado a la validez o no de esas compras y de esos contratos que eran, en última instancia, otros conceptos igual de discutibles que el de propiedad.
     Ante la ausencia de un referente claro, de un derecho establecido, universal y tautológico, decidió, pues, dejar de tocar.
     Sólo miraba, llevando por tanto al límite aquella máxima. "Se ve pero no se toca".
     Pasó tanto tiempo viendo sin tocar que su vista se agudizó hasta límites sobrehumanos. Notó, además, un par de efectos sorprendentes provocados por su actitud y manifestados con el transcurrir de los años.
     El primero fue que tras un largo tiempo en su persistente actitud notó cómo no le tocaban a él tampoco, en respuesta proporcional a su actitud de no tocar.
     El segundo, que él miraba, sí, pero los demás habían dejado de mirarle a él.
     Tardó algo más de tiempo en comprobar que, incluso, habían dejado de verle.