martes, 17 de julio de 2018

Un modelo de cabezonería

     Siempre le habían gustado las piedras. Desde pequeñito. Las veía tan resistentes, y tan frágiles al mismo tiempo, que no podía evitar conmoverse ante su contemplación.
     Las cogía y las lanzaba. Al agua, al campo, contra un árbol, contra un muro. Las veía hundirse, quebrarse, romper el objeto golpeado por ellas, dañar y sufrir daños. Le parecía fascinante.
     Más tarde comenzó a probar el efecto que causaban las piedras al ser arrojadas contra personas. Fue una época difícil, de malos entendidos e incomprensión. Comprobó que los demás, especialmente las víctimas de una pedrada, no compartían su pasión por aquellos objetos y sus efectos, por aquel prodigio de la naturaleza.
     Sabiéndose solo en la experimentación, decidió probar los efectos de las piedras en su propio cuerpo. Pero no es tan fácil tirar piedras contra uno mismo, así que decidió tirarse él contra las piedras. Se sorprendió tremendamente al constatar que las piedras no provocaban en él los mismos efectos que en los demás. Las piedras no le hacían daño, sino que, indefectiblemente, se quebraban al golpearse contra él.
     Sin dudarlo demasiado concluyó que su cariño por las piedras era recíproco, que éstas le respetaban y le querían, que nunca le harían daño, así que siguió experimentando.
     Quebró paredes, vallados, muros y murallas, destrozó acantilados y paredes graníticas arrojándose contra ellas. Comenzó a sentir que se cuerpo era un arma arrojadiza.
     Hasta que un día, se arrancó la cabeza y la arrojó, plana, a un lago. La cabeza botó sobre la superficie del agua, una, dos, tres, cuatro, hasta cinco veces antes de hundirse. Fue un gran lanzamiento. Un logro excepcional.
     Luego pensó en arrojarse al lago para recogerla, aunque finalmente desistió. Cualquier piedra podría valer. Una piedra era una piedra. Así que tomó una, redondeada y enormemente pesada, de un lado del camino, y se la puso sobre los hombros.