Pero, maldita sea, el trabajo que me encargaron el miércoles pasará a los anales de mi pequeño historial como un hito ingobernable. "Solo tienes que darle un susto", me habían dicho. Solo tenía que darle un susto.
Qué poco me gustan esos trabajillos de "dar un susto". A la mínima que te pasas, ya se están quejando todos.
Pero claro, cómo iba yo a saber que al tío ese le iba a dar por hablar, hablar sin parar, una cotorra verborreica que no paraba de decir sandeces, una tras otra, aunque yo no dejaba de apuntarle y de amenazarle.
El susto me lo estaba llevando yo, joder. Aquella sarta de gilipolleces era lamentable.
Al final le disparé. En toda la frente. El tío me lo estaba pidiendo, una y otra vez, con sus tonterías sin fin.
Ahora no tengo claro si querrán pagarme la parte convenida. A ver, el susto se lo llevó al final, y yo tuve que aguantar lo mío. Yo diría que me merezco un plus de peligrosidad. Escuchar un discurso como ese, incoherente y frenético, sin parar y sin sentido, no puede ser bueno para la salud.