El gran guerrero alzó su espada. Había conseguido llegar a la cima de la colina del poder, y ahora se encontraba ante el gran mago. A sus pies se extendía un manto de enemigos caídos por su fuerza y bravura.
Pensó en su familia, asesinada por los barbáricos cuando él apenas era un niño inocente. En el sabio barquero que le salvó la vida y le enseñó todo lo que sabía. En su pueblo, diluido bajo el yugo de los conquistadores.
Ahora había llegado su momento. El mago le daría los poderes necesarios, y con su determinación y capacidad de liderazgo conseguiría restablecer el equilibrio en las tierras de Melmork.
El gran mago se acercó hasta ponerse a su altura. Le puso la mano sobre los hombros. Podía sentir su energía. Se dispuso entonces a pronunciar las palabras protocolarias:
- ¡Niño! ¡Baja, que tienes que tirar la basura!
Angelito se quitó los cascos.
- ¡Deja ya los jueguecitos y baja!
- ¡Que ya voy, mamá! ¡Calla ya!
El gran guerrero quedó inerte. Las palabras del gran mago se perdieron en las veleidades del tiempo y el espacio. Las tierras de Melmork tendrían que esperar para volver a su equilibrio original.