Firmaron un pacto de no agresión. El más solemne y trascendente que uno pudiera imaginarse. Lo sellaron por escrito y se dieron un fuerte y prolongado apretón de manos.
El apretón fue tan fuerte, y tan prolongado, que se diría que querían machacar las manos del otro hasta reducirlas a polvo.
Luego se retiraron, cada uno por su lado, alejándose mutuamente, caminando hacia atrás para no ofrecer la espalda al adversario, que era, de hecho, la otra parte en la firma del pacto de no agresión.
Cuando empezaron a volar las dagas nadie se sorprendió. Ni siquiera podría decirse quién comenzó, quién fue primero, pues, en realidad, ambos bandos habían comenzado hacía ya bastante tiempo. Desde antes, incluso, del pacto de no agresión.
Una daga, por cierto, se clavó en el documento en el que se había firmado el pacto, y este quedó colgado, expuesto, a la vista de todos pero cumplido por nadie.
Un día vino la lluvia, y cayó sobré el pacto que, entonces, se convirtió en lo que, en realidad, había sido desde su nacimiento: papel mojado.