El poeta se sentó junto a su escritorio, dispuesto a redactar ese poema final que se le llevaba atragantando, día tras día, desde hacía ya años, si no recordaba mal.
Casi mil sesiones de un estúpido paripé con el que pretendía activar su mente, dejar que la inspiración entrase en ella y darle forma definitiva al poema final. Pero claro, no valía con componer un poema cualquiera. El poema final había de ser grandioso, un broche digno de un poemario exquisito. Parecía que lo tenía, una y otra vez sucedía lo mismo, pero pequeños detalles lo desanimaban y, finalmente, lo dejaba para el día siguiente.
Aquello tenía que terminar. Así que el poeta se sentó, escribió de forma febril, hizo y rehízo, jugó con las palabras, con los ritmos y los significados, rebuscó en su mente, en su corazón y en los diccionarios, exploró los límites de un lenguaje que creía que ya no tenía secretos para él. Se introdujo tanto en su labor que se olvidó de vivir.
Cuando despertó de aquel sueño febril, habían pasado meses. Meses de una especie de trance creativo.
Observó el poema. Lo leyó en voz alta. Era digno.
Entonces el poeta, por primera vez en mucho tiempo, sonrió satisfecho, con la sonrisa de los grandes genios. Y, sobre aquel mismo escritorio, se desplomó, muerto.