Notó que una mano desconocida lo agarraba del cuello. Todo fue tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de plantearse quién podría estar ahogándolo. El aire, de forma casi inmediata, comenzó a faltarle.
Luego otra mano le tapó la boca y los orificios de la nariz. Boqueó inútilmente. Los ojos se le abrieron tanto que parecían querer salir de sus órbitas.
Sintió que apenas le quedaban unos segundos.
Al borde de la muerte, a punto de resignarse a su fin, notó cómo una voz le susurraba al oído:
- Tranquilo, no digas nada. Estoy aquí para protegerte.
¿Para protegerlo? ¡Joder!
Si hubiera podido, habría gritado con todas sus fuerzas y le habría cantado las cuarenta a aquel cabrón. Ahora solo le quedaba desear que hubiera dicho la verdad y que, en efecto, fuera aflojando la presión de sus manos.
Porque igual que hay amores que matan, hay protecciones que, más que proteger, amenazan.