lunes, 2 de noviembre de 2020

El infinito devorador

    El infinito da miedo. El infinito, de hecho, es aterrador.
    
    Lo es porque es inconmensurable, inabarcable, ingobernable. No puedes saber qué tamaño tiene, así que no puedes meterlo en una caja y tenerlo a resguardo en el armario. Por más grande que sea la caja, por más grande que sea el armario, el infinito siempre será mayor.

    El infinito es una espacio tan, tan vasto, que no cabe ni en la mente humana. No podemos pensar el infinito, nos angustiaría saber que se nos escaparía, que se nos desbordaría, y tendemos, por tanto, a ponerle límites. Intentamos concebir el infinito como un espacio muy grande, sabiendo que esa concepción es errónea, que el infinito es algo más, algo que no podemos, ni tan siquiera, pensar.

    Por eso, en ocasiones, cierro los ojos y me sumerjo en mi infinito particular. Me gusta sentirlo, me gusta rastrearlo, intuirlo. Me siento cómodo en su vasta indeterminación, en mi incapacidad para alcanzarlo.

    Me siento tan pequeño, en esas ocasiones, que no me importaría avanzar, y avanzar, aun siendo consciente de que jamás llegaría a ningún lado, a ningún límite, a ninguna frontera.

    Siempre es mejor perderse en el infinito devorador que en el barrio de al lado, ¿no?