lunes, 26 de abril de 2021

La paloma de Kant

    La verdad es que hablarle a las multitudes resultaba más fácil de lo que siempre había imaginado. Ya ni siquiera miraba aquellas caras, ya le daba igual ver reflejadas en ellas la entrega y la admiración. Ahora alzaba la vista al cielo, o a un horizonte lejano, para dar el perfil adecuado y que las fotografías mostraran todo lo interesante que podía llegar a parecer.

     A sus pies se encontraría una masa marrón, informe y dócil. Había aprendido a dominar a las masas al tiempo que las ignoraba y, en su fuero interno, jamás en público, las despreciaba. Solo había que decirles lo que querían oír, y adornarlo con una pizca de conceptos vacíos.

    El truco estaba en utilizar palabras grandilocuentes, palabras que movieran sentimientos encontrados, que hubieran removido conciencias en algún momento del pasado. Esas palabras se repetían, una y otra vez, en los contextos más dispares y ante todo tipo de interlocutores, hasta despojarlas de todo el significado que pudieron tener. Hay ciertos conceptos que nadie quiere rechazar; del mismo modo, hay ciertos conceptos a los que nadie quiere adscribirse. Y esa sensación, que se mantiene incluso en los contextos más delirantes, había sido su mejor fuente de alimentación. ¿Quién va a rechazar la bondad, aunque el tema del que se hable no tenga nada que ver con ser bueno? ¿Quién va a apoyar la maldad, aunque ser malo, o no, no tenga relación con aquello que se trata?

    De ese modo, vaciando conceptos y repitiéndolos hasta la saciedad, arrojándoles a las masas cadáveres con olor a flores, había conseguido llegar a lo más alto. Su discurso, por supuesto, tenía tan poco contenido como las ideas que mencionaba en él, pero a la plebe solo le llegaban ecos de palabras bellas e intenciones elevadas. Perfecto. A veces se sentía como la paloma de Kant, tan segura de su capacidad para volar que pensaba que podría volar en el vacío, y no se daba cuenta de que era precisamente la ausencia de vacío, el aire y el rozamiento, lo que la mantenía en vuelo.

    Él volaba en el vacío. Pero era consciente de ello. Quienes no lo sabían eran los demás. Y mejor que no llegaran a saberlo nunca. En definitiva, tenía bastante claro que ni siquiera sabían, ni iban a saber jamás, quién era Kant. Él, desde luego, no iba a ser quien se lo explicara...