lunes, 14 de junio de 2021

El regreso de Agamenón

     Y, por fin, el general regresó a casa. Habían sido largos años de lucha, de un asedio agotador que parecía hacerse eterno, de una guerra que no terminaba nunca. La victoria había costado la sangre de los más valientes, las vidas de una multitud.

    Solo ahora, al volver a atravesar el umbral de su casa, el general pensaba que, tal vez, todos aquellos sufrimientos habían tenido sentido: el largo camino de vuelta, la desatención de los asuntos de gobierno, el olvido de su familia.

    Ahora estaban todos allí. Su mujer, Clitemnestra; dos de sus hijos, Orestes y Electra. Faltaba Ifigenia, la pobre Ifigenia, pero nadie puede negar un sacrificio impuesto por los oráculos.

    Saludó a unos, besó a otros. Abrazó a los suyos. Dijo que se encontraba tremendamente cansado y que lo único en lo que pensaba, en aquel momento, era en tomar un baño y dormir unas horas. Fueron los últimos deseos que logró expresar.

    Allí mismo, en el baño de su casa, traicionado por su mujer, que no le perdonaba la muerte de Ifigenia, y por el amante de esta, Egisto, el general Agamenón, victorioso en mil batallas contra hordas de troyanos perfectamente pertrechadas y preparadas para el enfrentamiento, era cubierto por sorpresa con una red y, mediante tres certeros golpes de espada, encontraba la muerte.

    Mientras agonizaba, e incluso después, en el Hades, el general se lamentaría no tanto de la traición sufrida como de las decisiones tomadas en vida, cuyas consecuencias todos arrastramos hasta la muerte y, en ocasiones, seguimos arrastrando incluso después de que ella nos alcance.