- Cariño, estamos arruinados.
Lo dijo con la voz grave, consciente de la trascendencia de sus palabras. Fue la sentencia final a un proceso de larga y penosa duración.
Ya hacía tiempo que el servicio había sido despedido. El polvo se acumulaba sobre las cortinas, la vajilla, los adornos de las estanterías. Una cierta penumbra, acentuada en las horas del crepúsculo, daba a la mansión, ya de por sí bicentenaria, un aire espectral.
Hacía tiempo que las alas de la casa habían dejado de usarse. Meses, quizás. Desde la muerte del joven Arnaldo. Solo quedaban ellos dos, dejando transcurrir los días entre el salón y el pequeño jardín de la entrada, el único rincón de la amplia finca que aún conservaba un aspecto presentable.
- ¿Y ahora qué hacemos?
Un lechuza ululó en la lejanía; la niebla comenzó a descender, dejando la promesa de una noche larga y pavorosa. Bajo el suelo de la casa, en el panteón familiar, los cadáveres de generaciones de muertos en la opulencia y la abundancia comenzaba a revolverse en sus tumbas.