Caminaba por el centro de la ciudad en pijama y pantuflas, con la mirada perdida. Hacía aspavientos con las manos y, de vez en cuando, daba unos gritos sin sentido que helaban el alma de cualquier que pudiera oírlos.
Había gente que, al verlo, salía corriendo. Otros trataban de acercarse, generalmente con la mejor de las intenciones, pero huían espantados.
- ¿Por qué haces esto? ¿Estás loco? -le pregunté un día.
Él me observó sorprendido, como si no esperara que le hablase y, lentamente, saboreando cada sílaba, contestó:
- Por supuesto que estoy loco.
Comprendí entonces que no estaba loco, en absoluto. Que
fingía estarlo. Comencé a entonces a pensar si no estaría identificando a los
locos que se hacen pasar por cuerdos, igual que él era un cuerdo que se hacía
pasar por loco.