- ¡Dispara!
- Estoy jubilado.
- ¿Pero qué coño dices? ¡Dispara de una vez, maldita sea!
Parecía que los matones no tuvieran derecho a retirarse.
Le había dicho ya a su jefe que lo dejaba. Este le había dado el visto bueno, joder. La cosa estaba clara. El asunto había quedado zanjado.
Y ahora se plantaba allí, su jefe que en realidad era su antiguo jefe, con aquel soplón molido a hostias, aquel pobre don nadie, para que él, ya retirado, lo rematara de un disparo en la cabeza.
- ¡Venga, hombre!
Esa puta manía de los peces gordos de no mancharse las manos de sangre. Y esa otra manía, más jodida sí cabe, que es la de mantener los lazos con todos, hasta con los que ya no están en el negocio. Si eres un matón, lo eres para siempre, ya se sabe.
- ¡Dispara, joder! ¿Estás tonto o qué?
No le gustaba el tono. Él estaba jubilado. ¿Qué era tan difícil de entender? Se giró, pistola en mano, y disparó. Vaya si disparó. A su jefe, en la cabeza.
El soplón vio el cielo abierto y, entre sollozos, se largó por patas. Y ahí se quedó él, con el cadáver del jefe en el recibidor y una pistola humeante en la mano. Y el dedo en el gatillo, bien apretado.
- ¡Te había dicho que estaba jubilado, joder!
Perra vida, la del matón.