- ¿Sabes qué? He desvelado el sentido de la vida -me dijo. Sonrió y aspiro con parsimonia de su cigarro buscando el efecto adecuado de pausa dramática.
En la cafetería reinaba una tranquilidad aterradora. El camarero pasaba el trapo por una superficie ya limpia, un tipo gordo leía el diario mientras fumaba un puro recostado en la mesa de la esquina, una pareja jugueteaba con las cucharillas de un par de cortados que habían consumido hacía ya rato. Ni siquiera hablaban entre sí. De fondo, una música insulsa y, afortunadamente, casi inaudible debido a la escasa calidad del equipo de sonido.
- Bien, ¿y cuál es, entonces, el sentido de la vida?
Arrancó una de las servilletas embutidas en el servilletero promocional que adornaba nuestra mesita como un centro de flores y extrajo un bolígrafo de su cartera. Escribió algo sobre su superficie de fino papel y me la pasó.
Me pregunté cuantas verdades trascendentales se habrían escrito a lo largo de la historia en servilletas de papel. Pensé en el camarero, en el tipo del puro, en la aburrida pareja, y me pregunté qué dirían si alguien les explicara el sentido de la vida. Me sentí mal por ellos, incluso por mí. Debe de ser realmente triste conocer el sentido de algo que siempre has creído que no lo tenía.
Saqué el mechero, encendí un cigarrillo, acerqué la llama al papel y observé como este se consumía en el interior del cenicero.
Aspiré una calada y sonreí a mi compañero. Él me devolvió la sonrisa y asintió, comprensivo.