Me encontraba yo tranquilamente dedicando mi tiempo a la vida contemplativa cuando oí un ruido a mi espalda. Me giré y fue entonces cuando fui partícipe de la visión del infierno. Un ángel con voz tronante se ofreció a llevarme a través de él. Las plumas de sus alas ardían en llamas que alcanzaban varios metros de altura y la luz que desprendía era intensa, punzante, dolorosa. Aparté de él la vista y la dirigí a mi alrededor, encontrándome en lo que me pareció una inmensa llanura oscura y tenebrosa. Sobre mí no observaba ni sol, ni luna, tan sólo una densa neblina que cubría el cielo como una mortaja.
Seguí al ángel guiándome por su claridad como por una antorcha. A lo lejos se oían gritos desgarrados de desesperación. En algunos de ellos creí reconocer las voces de ciertos conocidos, aunque achaqué la coincidencia a la tensión del momento y no le di más importancia. Un vaho candente procedente de algún lugar bajo mis pies calentaba el ambiente hasta hacerlo sofocante.
Pregunté al ángel si mi destino era permanecer allí para toda la eternidad. Se rio.
Yo también.
Desde luego, había estado en sitios peores. Podría aconstumbrarme, con el tiempo.
Y tiempo era precisamente lo que allí me sobraba.