Fue al cine por casualidad, podríamos decir. Podían haber pasado años desde la última vez que se puso frente a la gran pantalla.
Comenzó la película. El público a su alrededor guardaba silencio, expectante. No tardó mucho en comprobar que el filme era una interpretación de su propia vida. Se observó a sí mismo, como un espectador, desde su nacimiento y su infancia, su vida pasaba delante de sus ojos como les sucede a los que van a morir.
Primero se sintió ultrajado, violado en su intimidad, una vida entregada en bandeja a un público ignorante y protestón. Más tarde comenzó a elaborar fantásticas teorías borgianas según las cuales el final de la película contaría su muerte, tal vez allí mismo, en el cine, tal vez al salir, en cualquier caso llegaría un momento de la línea argumental donde el pasado dejara de ser pasado y pasara a ser momentáneo futuro.
No lo pudo comprobar. Abandonó la sala antes de que la película terminara. Su vida era tan aburrida que entre bostezos y cabezadas apenas había encontrado un par de puntos de interés. El público, sin embargo, no rechistaba. O sus vidas eran más aburridas aún, cosa complicada, o el verdadero placer estaba en husmear las vidas de los demás.
Definitivamente, para las películas que se hacen hoy en día no vale la pena pagar el precio de la entrada.