Ya fue una sorpresa que cayera granizo, o que nevara en el pueblo por primera vez desde que todos teníamos memoria. Pero la gran diversión se produjo cuando comenzaron a llover batracios que invadieron nuestras calles, llenando a rebosar los parterres y haciendo imposible la circulación. Luego comenzaron a caer chuzos de punta. Caían a velocidad de vértigo, tenían alrededor de un metro de longitud y la punta de hierro que los coronaba se clavaba como arrojada por una fuerza titánica.
Destrozaron coches, carreteras, quebraron tejados y árboles. Era conmovedor verlos caer a través de la ventana. El fenómeno duraba ya tanto tiempo que las afiladas puntas poblaban las superficies como un felpudo. Las palomas, incapaces de posarse sobre la puntiaguda orografía, volaban confusas, con sus alas mojadas, hasta caer exhaustas sobre el lecho de fakir en el que se habían convertido las calles.
Un día salí, no recuerdo muy bien por qué razón. Una necesidad menor, en cualquier caso. Uno de los chuzos se clavó en mi cráneo. La sangre que manaba sobre mi frente me tapaba los ojos y velaba la realidad con un rojo intenso. Cuando me quise dar cuenta, mis pies se habían clavado al suelo, taladrados. Fue entonces cuando perdí la consciencia...