Había leído tanto que los libros comenzaron a aburrirle. Los guardó todos en la estantería y salió a la calle a leer personas.
Las leía en cualquier lugar: en un café, en una reunión multitudinaria, en un supermercado. Cada persona narraba su historia de una manera, unas con infinita ilusión, otras desencantadas, algunas de sus historias eran trágicas, otras cómicas, otras innovadoras.
Era divertido leerlas, sumergirse en la trama y vivirla como si fuera real, pero, como los libros de verdad, también cansaban. No tenía mucho sentido leerlas dos veces, él no era de esos que leen y releen un libro hasta la saciedad. En el fondo, y a la larga, todas se repetían.
Decidió guardas algunas de estas personas, las que más le gustaban, las más interesantes, en la estantería. Algunas emitieron leves quejidos, los libros también se quejan si no los lees, pero la estantería lucía esplendorosa.
Habría que volver a los libros, aunque sólo fuera por unos días, hasta que volviera a cansarse de ellos.