Y bajaron los dioses a la Tierra, en enormes naves llenas de luces y de ruidos extraños, y eran altos, altísimos, y rápidos como leopardos. Y podían volar. Vestían trajes que brillaban como el metal, y sus cabezas eran de cristal.
Enseñaron a los primitivos humanos las artes de la agricultura, de la arquitectura, de la vida en sociedad.
Todos pensaban que se quedarían para siempre, pero un día dijeron que se iban. Los hombres trataron de ofrecerles vírgenes apetitosas, les inmolaron toda clase de animales, les propusieron sacrificios humanos, pero los dioses, en lugar de rendirse ante las súplicas, montaron en cólera, y dijeron que eso no era lo que ellos les habían enseñado, y que esperaban que, en su ausencia, el ser humano no volviera a su estado de intolerable salvajismo.
Propusieron seleccionar un elegido de entre los humanos, alguien que habría de dirigir y juzgar, en caso necesario. Pero fue imposible. Eran todos tan planos, tan vulgares y corruptibles...
Y elegirlos al azar, por supuesto, no merecería la pena.