Arrojo al abismo todo lo que había escrito. Cuatrocientas páginas, quinientas tal vez, todo un mundo de aventuras, de experiencias, de personajes que aparecían y desaparecían y de las reflexiones de todos ellos. Miles de líneas, en definitiva, tan reales como la vida misma.
Las arrojo al abismo. Tal vez allí el viento las volviera a unir en un remolino que les diera sentido y conformara aquella novela que él ya nunca escribiría. Tal vez alguien las encontrara, aquellas páginas arrojadas para no volver a ser descubiertas, y les devolviera la vida.
Aquel que las encontrara descubriría, del mismo modo, a su autor. Lo descubriría entre sus páginas, lo descubriría tras cada palabra, tras cada apreciación, lo descubriría, inerte, en el fondo del abismo al que se lanzó en busca de su novela perdida.