martes, 7 de agosto de 2007

El apoteósico e inesperado gran final

La gran ciudad descansaba plácidamente. En sus calles no paseaba un alma, ni circulaban los vehículos, ni cantaban los pájaros, y difícil sería encontrar algún insecto pululando por sus esquinas.
Todos habían acudido a la gran función del Circo de la Humanidad que había llegado la noche anterior entre ruido de fanfarria y explosiones de luz y color.
Sólo en el parque, a la orilla del lago, donde los turistas toman el sol en las tardes de verano, dormitaba un tipo de pelo sucio y ropa desordenada.
Cualquiera diría que se trataba del último ser sobre la faz de la Tierra.
Eso, al menos, pensó él cuando despertó, la cabeza alterada por la resaca, el paladar ardiendo. Se arrimó al lago para beber un trago, cayó de cabeza, forcejeó por no morir ahogado, solicitó inútilmente ayuda, y sollozó al comprobar cómo él, el último espécimen humano con vida, iba a morir en circunstancias tan ridículas.
Al menos nadie lo sabría, desde luego, sus huesos serían devorados por organismos acuáticos microscópicos y sus restos jamás serían expuestos en un hipotético museo de una supuesta civilización futura y mejor.