Uno mira atrás y no puede evitar sentir un cierto vértigo, vértigo por los años pasados, por los momentos que fueron y ya no son, porque los recuerdos, al fin y al cabo, no son sino sombras inaprensibles.
Uno mira hacia delante, sin embargo, y la sensación de vértigo no sólo no desaparece, sino que se acrecienta. Allí habita la oscuridad, un camino tenebroso que será transitado y se extinguirá antes de que quieras darte cuenta, una peregrinación que, oh dolorosa realidad, ni siquiera sabes cuándo ha de acabar. Tal vez mañana, tal vez dentro de una infinidad. La incertidumbre provoca mareos, y náuseas, y malestar general.
Estar vivo es asomarse cada minuto a un abismo insondable. Ahora más que nunca. Mirar atrás no merece la pena, mirar hacia delante provoca un terror indescriptible. Mejor cerrar los ojos, dejarse atrapar por la conmoción de lo que debía haber sido y no fue y, en última instancia, entregarse a un placentero, por enajenador, estado de shock.