domingo, 9 de septiembre de 2007

La lucha contra el reloj

Le pregunté la hora porque dio la casualidad de que en aquel momento pasaba junto a mí, y porque me había olvidado el reloj en casa. Me dijo que no tenía hora, y cuando me vio observando el reloj que se agarraba a su muñeca con un gesto entre disgustado y sorprendido me lo enseñó diciéndome que no marcaba la hora, que tan sólo era un cronómetro que, por cierto, se encontraba funcionando en aquel instante.
Le volví a mirar, en este caso con extrañeza, lo cual le incitó a darme una explicación, supongo que en el fondo lo estaba deseando, y de ese modo me contó que el cronómetro marcaba el tiempo que le quedaba de vida. Corroboré, en efecto, que el cronómetro señalaba una cuenta atrás a la que aún le restaban unas 56 horas y 52 minutos, con algunos segundos que se evaporaban rápidamente.
Le pregunté qué haría cuando el cronómetro llegara a cero, y me dijo que qué iba a hacer, que para aquel momento ya estaría muerto, a lo cual yo asentí, ligeramente ruborizado por mi torpeza, y me interesé por saber qué haría hasta entonces. Él se encogió de hombros y me dijo que nada especial, que dejar pasar el tiempo, que para qué iba a hacer algo si después él ya no estaría para verlo.
Yo tenía una cierta prisa, y aún así le invité a tomar un café. Hay un cierto no sé qué, una especie de atracción intangible, que convierte en interesante y placentera la compañía de quien espera la muerte con la calma que esta se merece...