Cuando su teléfono móvil comenzó a sonar en aquella gasolinera supo de inmediato que había cometido un error al no haberlo apagado unos segundos antes. Lo que nunca hubiera podido imaginar eran las dimensiones que este llegaría a alcanzar.
Observó al dependiente de la gasolinera como el niño que se siente culpable y espera la merecida reprimenda, pero el rostro de este más que reproche reflejaba terror y su dedo índice señalaba, como una información tardía y ya inútil, la señal que prohibía conectar teléfonos móviles y dispositivos electrónicos junto a los surtidores.
Todo sucedió en unos instantes, de forma tan fugaz como inexplicable. Cuando se quiso dar cuenta, el móvil había emitido un par de tonos de llamada, la cuenta de los surtidores giraba alocada, las mangueras volaban y trataban de atacarle con movimientos de serpiente cobra e incluso el dependiente, que debía ser también electrónico, había sufrido un cortocircuito y giraba sobre sí mismo profiriendo alaridos y soltando chispas.
Pronto el altercado se extendería al resto de gasolineras, a las estaciones de servicio urbanas e interurbanas, el caos se instalaría en ellas y, cuando los surtidores comenzaran a avanzar con sus múltiples cabezas ofidias y se pasearan por las calles asaltando viandantes a diestro y siniestro, cuando se declarara el estado de excepción y el mundo se convirtiera en una lucha a muerte entre el hombre y la máquina, el inocente dueño del teléfono móvil que desató la apocalipsis agradecería, en el fondo, que el móvil hubiera sonado en una gasolinera y no en un avión...