domingo, 2 de septiembre de 2007

El precio de la fama

Todos lo observaban expectantes. Se había hablado tanto de él, su fama había llegado tan lejos, tan alto, que sabía que cualquier gesto que deslizara, que cualquier palabra que pronunciara sería inmediatamente comentada y trascendentalizada hasta el absurdo.
Todos esperaban de él la genialidad, la muestra de ingenio desbordado que otros sólo alcanzan en ocasiones muy concretas, y eso no dejaba de parecerle una tremenda injusticia, una exigencia inmerecida sobre su propio comportamiento, un precio demasiado elevado por ser famoso, reconocido y admirado.
De modo que, ante el mar de rostros que trataban de escarvar en sus interioridades, de hacerse con sus pensamientos, él sólo cerró los ojos y se negó a hablar, no como un niño enfurruñado, no como un ser superior, sino con una actitud de calma y dignidad que procuró, para evitar malos entendidos, dejar patente.
Y entonces los presentes se levantaron en un murmullo de admiración, en un gesto de asentimiento y en un aplauso atronador ante el silencio tan significativo de aquel personaje singular. Su fama estaba bien ganada, desde luego así lo pensaban todos, pues sus cualidades para sorprender a su auditorio e indagar en los deseos más ocultos de sus almas eran, desde luego, únicas.