Cuando los termómetros se situaron por debajo de cero la gente conmenzó a abrigarse. "Será cuestión de esperar a que pase el temporal de frío", pensaron, y encendieron sus calefactores, y se tumbaron en el sofá tapándose convenientemente con una gruesa manta.
Días después la ola de frío no sólo perduraba, sino que las temperaturas habían descendido. Comenzaban a ser necesarias varias mantas y al menos un par de calefactores en cada salón.
Meses después, y ante el continuo recrudecimiento de las temperaturas, que alcanzaban mínimos históricos, comenzaron a suceder cosas extrañas y preocupantes. Se congelaba el agua en las cañerías, en los ríos y en las botellas. A todo el que respiraba se le helaba el aliento nada más salir de su boca, e incluso comenzaron a helarse las lágrimas de los que lloraban de frío. Las lágrimas heladas eran como pequeñas perlas brillantes, y las más hermosas, las que reflejaban mayor número de tonalidades de color, eran utilizadas como piezas de coleccionista y moneda de cambio en transacciones comerciales. No eran muchas estas transacciones, en cualquier caso, pues también se habían congelado los sueldos y, por consiguiente, la economía.
Pasaron años. Hubo a quien se le congelaron las ideas. Si eran buenas, eran expuestas en museos de ideas, para que los demás pudieran contemplarlas y compartirlas. Los frigoríficos pasaron a ser un elemento del pasado, y también los barcos, pues hubo quien llegó patinando desde Londres a Nueva York.
Eran tiempos duros. Pero nadie se quejó, nadie lamentaba las pérdidas, hacía ya tiempo que hasta las lágrimas heladas eran historia, pues ya nadie lloraba.
Se habían helado también los corazones.