La verdad es que no se dieron cuenta de sus problemas de comunicación hasta que estos se hicieron evidentes. "No hay nada más preciado que el silencio", se decían. "Nos entendemos con solo una mirada", y se mostraban orgullosos de su capacidad.
En una ocasión pasaron dos horas frente a frente, a solas, sin decir palabra. En un momento determinado uno pensó que quizá convendría decir algo, pero no logró encontrar nada por lo que realmente mereciera la pena despegar los labios. Luego pensó que tal vez si mirara a la otra persona a los ojos conectarían de inmediato y acabarían aquellos momentos que, ahora lo percibía con claridad, empezaban a resultarle incómodos.
Miró a los ojos que tenía frente a él, en efecto. Y los encontró vacíos como las fauces del averno. Podría haber gritado en su interior y solo le hubiera llegado un eco extinguido de su propia voz.
Entonces, y sólo entonces, comenzó a preocuparse.
Trató de decir algo, pero estaba tan acostumbrado al silencio que sólo surgieron de su garganta unos balbuceos angustiosos, carentes de sentido.