Todos a la vez en un estruendo sin igual. Voces de niños como coros salidos del infierno que con voces agudas tratan de trepanar los tímpanos, zambombas barrocas como instrumentos de tortura, botellas de anís del mono como entrechocar de cacerolas.
Yo grito, y mis gritos parecen unirse a los de los cantores para darle más forma, si cabe, a la odiosa polifonía. Por un momento pienso que todos sufren como yo, que no son niños cantores sino víctimas de un plan retorcido en el que los lamentos de los condenados se reutilizan y resuenan en CDs reproducibles, pero entonces, ¿por qué todos sonríen? ¿Por qué todos parecen ser felices?
En realidad nada ha cambiado, las torturas son el mismo perro con distinto collar, y esa última pregunta sería válida para cualquier otro momento del año...