Lo malo de estudiar las profecías es que te las puedes terminar creyendo. Lo malo o lo bueno, claro, porque normalmente a esa fase de asunción de la palabra ajena le sigue otra de creación propia. Eso sí que es especial, trascender la visión del propio profeta objeto de admiración y crear tu propia predicción. No es extraño. Ha pasado el tiempo, y las palabras que alguien pronunció en el pasado han sido tamizadas por los exégetas y aposentadas por la tradición. Siempre queda, y esto es una cualidad de todas las profecías, un punto de misterio, de incertidumbre, un algo inefable que suele provenir del propio origen esotérico de estas.
Toda profecía admite, pues, interpretaciones. Y todo estudioso de las profecías se pregunta, llegado el momento: "¿y por qué no he de ser yo el intérprete definitivo?". Inmediatamente surgen razones que apoyan esa posibilidad. Ante los ojos, hasta entonces sumidos en una incomprensible ceguera, del neoprofeta se yerguen cifras, combinaciones, símbolos, indicios tan evidentes que este se pregunta cómo no los había percibido antes, cómo nadie, en la historia de la humanidad, los había interpretado con anterioridad.
Y entonces el neoprofeta, profeta ya con todas las de la ley, recurre a lo divino. "Porque no había llegado el momento". "Porque los tiempos esperaban impacientes mi aportación". "Porque soy el elegido".
Lo que es evidente, con muestras por doquier para corroborarlo, es que una vez que un profeta ha llegado a ese punto, a la acción divina, su percepción de la realidad ha quedado ya modificada para siempre y nada, ni nadie, le podrá hacer creer que se encuentra en un error.
No, al menos, sin padecer consecuencias catastróficas.