Aquello olía a chamusquina desde el principio. En primer lugar, nadie hace una llamada de emergencia mientras pasea por una reserva forestal. Nadie habla en susurros con voz aterrada, grita y corta la llamada en un bosque, porque en un bosque no hay cobertura. En segundo lugar, no es normal que la llamada de emergencia se redirija a la estación central, no cuando esta suele delegar en los departamentos locales, uno de los cuales, por cierto, se encuentra a los pies del Parque Nacional. En tercer lugar, ninguna misión de comprobación ha de encargarse a un agente en su día libre, por más que todos sepan que su casa de descanso se encuentra cerca del mencionado Parque y no haya números disponibles.
De modo que el agente Razzotti, sacado del sofá a mediodía, sospechaba algo, pese a que ya llevaba tres horas pateándose el bosque de manera infructuosa. Sospechaba del silencio que dolía en los oídos, de la ausencia de animales, de los crujidos de madera seca aquí y allá, del silbido esporádico de las ráfagas de aire entre las ramas. Eso sí, ni rastro de la supuesta chica aterrada y poseedora del teléfono móvil con mejor cobertura de la historia.
Se sentó en un tronco quebrado. Pensó en fumar un cigarrillo, pero temió provocar un incendio o arrojar basura; pensó en llamar a la central, pero su móvil era común, corriente y, por consiguiente, inutilizable en aquel lugar; pensó que aquello era el colmo, que después de aquello ya nada podría sorprenderle, pero detuvo el hilo de sus pensamientos cuando miró hacia arriba y observó, colgando de las ramas, un cuerpo. Se tambaleaba dulcemente, atado a una de las ramas más altas de un guindo por una cuerda que se ajustaba perfectamente al cuello del cadáver. Un ahorcado.
Iba a desdecirse afirmando que sí, que aún había cosas en este mundo que podían sorprenderle, cuando enmudeció ante la vista de otro ahorcado tres ramas más allá; y de un tercero, en el árbol de al lado.
Al poco rato, y sin moverse del tronco en el que estaba sentado, había ya descubierto una veintena de cuerpos colgando como lianas de las ramas más altas. Se preguntó cómo habían llegado allí, quién les había subido. Se levantó. Tenía que informar de su descubrimiento.
Lo que no le sorprendió fue recibir aquel golpe en la nuca, lo suficientemente fuerte como para hacerle perder el conocimiento. Lo último que se le ocurrió pensar fue que él también acabaría colgado de una rama con una soga al cuello. Lo penúltimo, que el olor a chamusquina que había venido detectando estaba, en efecto, plenamente justificado.