Ya era tarde cuando sonó el timbre. El viejo, que se disponía a irse a dormir, se acercó a la puerta arrastrando los pies y refunfuñando en una letanía de sonidos intraducibles. Echó una ojeada a través de la mirilla y susurró una blasfemia. No podía ser verdad. Otra vez como ayer no...
La noche anterior los chicos del barrio se habían confabulado para molestarle. Ponían en la tele no sé qué película de puñetazos y tiros, y cada pocos minutos llamaban a la puerta y le interrumpían. Cuatro o cinco grupos de jovenzuelos impertinentes pasaron ante sus ojos. Todos iban disfrazados de monstruos, o de fantasmas, gritaban con todas sus fuerzas algo como "truco o trato" y pretendían, porque sí, que el viejo les regalara caramelos. Qué cara, que les regalen caramelos... que se los ganen, maldita sea. Grupo tras grupo el viejo les había ido cerrando la puerta en las narices, un par de ellos incluso había disparado algún petardo bajo su ventana, ese debía de ser el truco, había supuesto el viejo, el trato era el de los caramelos, qué desfachatez.
Pero todo aquello había sido la noche anterior. Ya no era noche de difuntos, el Halloween ese del que todos hablaban, así que aquel tipo llegaba con retraso. Además, ya parecía mayorcito para andar disfrazado, aunque la verdad es que lo había clavado, el tono pálido de piel, la ropa negra, los colmillos desmesurados, el porte decimonónico. Sí señor, todo un vampiro, aunque demasiado talludito para andar llamando a las puertas y pidiendo caramelos, encima en un día equivocado...
Abrió la puerta y esperó, pero el tipo no dijo nada. "¿Qué?", preguntó, pero el tipo siguió en silencio. Entonces, como una especie de prodigio digno de un mago, el tipo desapareció, se esfumó como si nada. El viejo, perplejo, se asomó a la calle. Nada de nada. "Vaya con los trucos", pensó, y ya se disponía a volver al interior cuando a su espalda notó un aliento gélido, un frío de muerte que le rozaba la oreja. Se volvió y allí estaba el tipo, a su espalda, como si se hubiera desplazado a más velocidad de la perceptible para ponerse tras él y, con gesto de animal sanguinario, morderle el cuello.
"¡Trato, trato, trato!", gritó el viejo. Fue lo último que gritó, de hecho, antes de que los colmillos del tipo le succionaran la yugular. Nada de tratos; el truco, en esta ocasión, había sido espectacular. Además, el viejo ni siquiera tenía caramelos en casa...