domingo, 15 de enero de 2017

Un lugar donde dormir

     Caminar por los cementerios es agradable. Y descansar en ellos. Sentarse un rato, leer, respirar la calma que reina en el lugar, dejarse embargar por los pensamientos, cargados de trascendencia, que allí brotan.
     Así, al menos, pensaba Nicolás cuando, cada domingo, salía a pasear por los jardines de los camposantos de su ciudad. Mañanas de paz y reflexión. De sosiego y encuentro con lo eterno,
     Aquel domingo, no obstante, se sintió cansado. Había dormido mal. Se había levantado forzado por la costumbre, por el deseo de disfrutar de una nueva mañana de domingo, pero no terminaba de sentirse bien.
     Había leído dos páginas sentado en un banco, frente a un ángel esculpido en mármol, cuando notó que el sueño se apoderaba de él. Estuvo a punto de echar una cabezada allí mismo, pero se doblegó ante la alocada idea que se le cruzó por la mente. Dormir en una de las tumbas, en algún rincón.
     Se introdujo en un mausoleo, se acomodó y cerró los ojos. Cuando los abrió, había transcurrido un par de horas.
     Aquella extraña acción terminó también por convertirse en costumbre, y Nicolás se vio pronto durmiendo la habitual siesta dominical en distintos cementerios. Nunca lo dijo. Nadie lo supo nunca.
     Hasta que un día se recostó en una tumba recién cavada en la tierra, dispuesta para recibir un ataúd, quizá en un entierro que se celebraría aquella misma tarde, pensó. Allí se tumbó, allí se durmió y allí despertó, agitadamente, cuando varias paletadas de tierra habían sido ya depositadas sobre él.
     Quiso gritar, pero ya era demasiado tarde. Le costaba respirar y la tierra se le introducía en las fosas nasales y la garganta. Lo último que vio, aterrado, fue un enorme ataúd que se descolgaba desde las alturas y se depositaba sobre su pecho.