domingo, 19 de marzo de 2017

El recurso al manuscrito encontrado

     No es fácil describir las sensaciones que se apoderaron de Miguel cuando comprobó que, efectivamente, había encontrado un incunable en el desván de la casa de su abuelo.
     Pasó con cuidado los dedos por las frágiles páginas, cuarteadas por el tiempo, el polvo y el olvido. Aspiró el aroma de unas palabras pronunciadas hacía casi una eternidad, de un mensaje conservado por un milagro del azar. Encontró la fecha de impresión: 1480.
     Se preguntó por qué su abuelo habría conservado aquel texto en el desván, entre revistas viejas y recortes de periódicos que, en cualquier caso, eran jóvenes imberbes en comparación con las cuartillas que ahora tenia entre las manos.
     La pregunta por el descubrimiento le llevó inmediatamente al deseo de desentrañar el mensaje que el texto contenía. Los caracteres tipográficos eran distintos a todos los que había visto hasta entonces. Alargados, estilizados, pegados unos a otros como si representaran un alfabeto secreto.
     Sólo tras una atenta mirada consiguió desentrañar, al menos, el título: "De veritate mundi".
     Reunió entonces los conocimientos de latín que conservaba dispersos tras décadas de dedicarse a otros asuntos y se sumergió en la historia que "Sobre la verdad del mundo" tenía que contarle.
     No sabía si su abuelo conoció la existencia del texto. Tampoco si supo traducirlo, si tal vez tomó notas y las atesoró en un cuaderno. Se enfrentaba, pues, a unas palabras que podía considerar vírgenes y prístinas.
     Se sintió un portavoz privilegiado de una verdad desconocida. Se sintió a las puertas de un decisivo mensaje secreto, de un jeroglífico que era necesario descifrar. Tal vez tan decisivo que sería necesario conservarlo alejado de manos peligrosas, de mentes que hicieran de él un uso inadecuado.
     Tal vez su abuelo le había legado la responsabilidad de guardar la verdad, como quizás hubiera hecho antes el abuelo de su abuelo, y antes el abuelo del abuelo de su abuelo.
     Antes, eso sí, decidió que bajaría a por un café y a por el diccionario. El primero era necesario, pues la noche iba a ser larga; el segundo lo conservaba de milagro, casi incunable también en una estantería de su dormitorio de niño. No lo había usado desde el BUP.
     Cómo agradeció entonces el afán conservacionista de su madre...